Horario insomne – Sofocleto

Doce de la noche.

Trabajé como un perro desde las ocho de la mañana, dale y dale sobre la máquina de escribir, porque a las diez pasa por Lima el editor mejicano al que debo entregar unos originales en el aeropuerto. A las once y media me dolían hasta las pestañas y, para dormir profundamente, me tomé dos pastillas de namurón que hace efecto a la hora. O sea, mientras me zampo el pijama, me lavo el hocico, leo tres cuartos de hora y duermo, me dan las doce y media. Ya estoy empijamado, lavado y metido en la cama, pero en vez de sueño tengo una curiosa sensación de alerta con los párpados levantados en toldo completo y los cinco sentidos puestos uno encima de otro. No importa. Esta noche, para quedarme seco, escogí una buena lectura: la “Memoria Anual de la Sociedad para la Investigación de Arenas Calcáreas en el Desierto de Gobi”, que ya me dio excelentes resultados en otras oportunidades, donde no pasé de las tres páginas. Esperaré el sueño con toda confianza.

Una de la madrugada

Bien, el sueño no ha venido y, por el contrario, me leí la “Memoria Anual de la Sociedad para la Investigación de Arenas Calcáreas en el Desierto de Gobi” desde el Prólogo hasta el Epilogo, incluyendo las Conclusiones y la Bibliografía. Estoy tan despierto como si me hubiera pegado una ducha helada y, si bien me duele el cuerpo desde la punta del pelo hasta el filo de las uñas, siento como si tuviera una bomba de trescientos watios en el cerebro. Apago la luz y me brilla la cabeza. Enciendo otra vez y decido tomarme un tercer Namurón porque me es urgente dormir para estar en el aeropuerto a las diez. Abro el cajón de los remedios y descubro que no he tomado ningún Namurón sino dos anfetaminas. O sea, lo suficiente como para mantener despierto a un elefante macho. No me trago el Namurón por miedo a producirme un corto circuito en el cerebro, pero estoy seguro de que mi fuerza de voluntad y mis conocimientos de yoga me harán dormir en un cinco. De todos modos, para reforzar la llegada del sueño, tomo de mi biblioteca un volumen infalible: “Introducción al Estudio de los Antecedentes y Consecuentes dentro del Sistema Filosófico de Leibnitz”, cuya anestesia nada tiene que envidiarle a la mosca Tse-Tsé porque hasta Schopenhauer se dormía. Me acomodo bien, me arropo y me dispongo a quedar hecho un lirón en cuatro minutos. ¡Mi carácter triunfará sobre la Química!

Dos de la madrugada.

Termino la última página de mi “Introducción al Estudio de los Antecedentes y Consecuentes dentro del Sistema Filosófico de Leibnitz” y estoy tan fresco como el frío que hace afuera. Procuro bostezar y se me sale la mandíbula. En meterla otra vez a su sitio me entretengo quince minutos, incluyendo la curación de una encía, que me la arañé con el alicate al enllantarme la quijada. Estoy con los ojos tan abiertos que me han desaparecido los párpados y debo tener las pupilas como boliches, porque, a tres metros de distancia, le veo las nalgas a una hormiga. Parece que los ejercicios de voluntad para conciliar el sueño no han hecho sino producirme un ataque de insomnio que me hace vibrar el cuerpo si se me para una mosca encima. Además al hacer la gimnasia yoga se me enredaron las piernas y tuve que usar un bastón para sacarme el pie derecho de la nuca, así como la rodilla izquierda del sobaco. Tengo una idea sensacional. Me leeré la Guía Telefónica (incluyendo las Páginas Amarillas) que, según mis cálculos, derrotará ampliamente a la anfetamina. Me es urgentísimo dormir y descansar pues si no le entrego los originales al mejicano se puede armar un lío, porque ya tienen dos años de atraso.

Cuatro de la mañana.

He terminado la Guía telefónica, junto con las páginas Amarillas, y he perdido el habla porque –para que me hiciera mayor efecto- me la leí en voz alta. Entre los Pérez, los Rodríguez y los Martínez me han desecho las cuerdas vocales. A estas alturas la anfetamina debe estar en un segundo hervor porque tengo ganas de caminar por las paredes o de correr unos cincuenta kilómetros para calentar el cuerpo. Decido hacer un nuevo experimento de voluntad y dejo la lectura. Apago la luz, me acomodo y me ordeno a mí mismo: “¡Bueno, se acabó… a dormir!”

Cinco de la mañana

Parece que mi orden y una bacinica perforada son la misma cosa, porque después de permanecer una hora a oscuras, con los ojos abiertos como los gatos, sigo con el cerebro en atención. Además, veo luces y enciendo la del cuarto para evitar que el gato me siga mirando en las tinieblas como si yo fuera su pariente o qué cosa. Ahora sólo me quedan dos horitas de sueño porque debo levantarme a las siete. Haré unas cuantas planchas, para cansarme porque esta es la única solución.

Seis de la mañana.

… 561…562…563… ¡Ya no puedo más! He batido el récord mundial de planchas y me declaro incapaz de levantar una pajita del suelo, porque no me dan los músculos. ¡He vencido, porque siento que el sueño viene por fin! Mis párpados caen, la mandíbula se me afloja y me aviento como un fardo sobre la cama. Pero comprendo que ya no puedo dormir porque no me levantaría ni una grúa. Voy arrastrándome al botiquín y tomo dos anfetaminas para despertarme del todo, ¡Dios mío, no eran anfetaminas, sino namurones! ¡Estoy perdido… socorro, el mejicano… me caigo… me duermo…

Ocho de la noche.

Me despiertan entre siete. Me ha llegado un cable de México. Leo lo que dicen de mi santa madre y tomo nota del sitio donde me invitan a irme. He perdido el sueño otra vez…

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