Hoy hace 10 años. Madrid, línea azul, poco después de las 7:30. Estación de Principe Pío, tren detenido y avisos en los indicadores que decían que por una incidencia los servicios estarían temporalmente detenidos. La gente saliendo -no recuerdo lo que decían porque como era habitual en mi estaba con los auriculares puestos oyendo música, aunque no veía caras raras, no más allá de lo habitual-.
Recuerdo salir y tomar un bus para ir a la universidad, y una vez allí al entrar al despacho encontrarme con la cara de Luis desencajada, preguntándome si todo estaba bien -yo sin entender nada- y explicándome lo que había pasado en Atocha. Luego en medio del estupor ver llegar a Jose Luis -una de las personas más ecuánimes que he conocido- con lágrimas en los ojos por lo que había pasado en la estación de Santa Eugenia a escasas calles de su farmacia.
Las motivaciones que hacen que una persona -o grupo de personas- metan varios kilos de explosivos y lo detonen, matando a otras, son absurdas: sea la razón que sea. La vida -a diferencia de los ordenadores- no tiene control + z y los que ya no están no van a volver. El resto del día transcurrió entre un ambiente enrarecido de estupor y miedo: esa sensación de inseguridad que te invade y que no puedes controlar. Recuerdo no obstante las palabras de Jorge -otro amigo de la universidad- que nos dijo: «¿Miedo? No: hay que sobreponerse al miedo. Es precisamente lo que quieren, y no han de conseguirlo. Hemos de demostrarles que sin detonar mierdas de esas somos más fuertes.«