Diogenes, versión prosa

Cuando escribí «Diógenes, banda sonora de una pena colectiva» quedé con las ganas de extender la historia más allá de las posibilidades que ofrece el formato canción-de-pop cuando con Jordi, Hagar y Jose Luis jugábamos a ser Estériles Imperfectos. Y el concurso de relatos cortos de UNEATLANTICO ofreció la excusa perfecta para separar unos cuantos ratos y, teclado y Evernote en mano, abordar la escritura.

A continuación, el intento.


DIÓGENES

III

Aquel anciano mendigo apoyó sus fatigas sobre el abrigo que algún despistado parroquiano probablemente se había dejado olvidado, presa del apuro, en el rincón más lúgubre de la peor estación de autobuses de la ciudad. O quizás lo abandonó: ¡que más daba si ahora tenía nuevo dueño! Aunque hacía mucho que en la calle no apretaba el frío, la necesidad le hizo descubrir otros usos para aquella mullida prenda, cosa que su espalda agradecía doliendo por las tardes y sólo lo estrictamente necesario. El haberse encontrado con aquella joya inesperada lo movía a volver a la estación -día sí, día también- lleno de ilusión por encontrar más cosas útiles. Y casi siempre lo hacía, llenando de las más diversas tonterías su viejo zurrón a punto de reventar, mientras acariciaba con sus pies el suelo de la terminal, en señal de afecto, de aprecio, de cariño nada circunstancial sino todo lo contrario: un sentimiento que se había tatuado a fuego en la parte menos ida de su conciencia, un afecto estéril imperfecto, al que ya ni la locura que retorcía sus pasos por más de una docena de lustros era capaz de borrar.

I

Diógenes… Los ecos de la ciudad me llaman Diógenes, porque una tarde mientras frotaba mi vientre con entusiasmo les aclaré con firmeza que era así como debían llamarme. Ecos raros, ecos locos: al principio me desesperaban, pero descubrí que en el fondo son razonables puesto que hacen el intento de escuchar lo que uno les dice, y tienen la extraña virtud de quedarse en mi cabeza, repitiendo la lección con cadencia casi matemática. Fumé con ellos y ahora les he pedido que me acompañen, mientras la imaginación silba los colores que quiero ponerle a los hijos que pinto en las paredes de mármol gris de esta cárcel de huesos.

Las luces de la noche son viejas amigas mías que nunca me dejan solo: allá donde voy me basta con evitar a la gente y levantar la mirada para volver a encontrarlas. ¡Benditas sean! Ellas sí que saben decirme donde tengo que aplicar la aguja para evitar la sensación incómoda del pinchazo. Y para que el tónico actúe más rápido: lo que pasa es que en esta isla hay muchos prejuicios para con la gente que se automedica. Ignoran que tengo estudios, que viví una larga juventud en la que pasé de todo y que si de algo puedo enorgullecerme es de saber mirarme de modo crítico en un espejo: el secreto es hacerlo con los ojos cerrados, así el diagnóstico no falla.

III

Cuando nadie le observa, o al menos cuando él lo cree así, camina pesadamente arrastrando sus pertenencias hasta la plaza de Cardo con Mirones, en donde pasa muchas de sus noches. La gente se inquieta por la madrugada puesto que oyen gritos indefinidos, como si de una discusión se tratase. Ignoran que ha adoptado como adversarios intelectuales a las bombillas que cuelgan de las viejas farolas, con quienes sostiene acalorados debates, monólogos en realidad, acerca de aquellas cosas que el común de los mortales temen hablar: que es lo que pasa cuando uno no tiene la razón . Y eso es algo que lleva viviendo en carne propia desde hace mucho tiempo.

I

Por la noche iré a visitar a Brico. Es raro que ese vejete se niegue a hablar de día o nunca quiera dejar su esquina: me gustaría poder llevarlo a mis dominios, para que vea los murales en los que trabajo y que tantas veces le he descrito. Por el contrario: es tan testarudo que insiste en que quedemos en su barrio, me invita a tomar asiento y promete servir una lluvia-veraniega que nunca llega. En el fondo creo que no es más que un acólito blando de una dudosa sacristía, que se dedica a lucrar con los temores de la gente, apoyándose en el desconocimiento.

Hace unas semanas me quería convencer que sus charlas servían para ayudar a muchos a perder el miedo a la muerte. Sin embargo, cuando le pregunté por qué no habría de temer no supo responderme. Divagó, retorciendo su sermón entre el más allá, la inmortalidad, la esperanza, lo inmaterial, el hecho y el deseo, pero finalmente no supo concretar nada. Cuando en realidad es muy fácil darse cuenta de que si la muerte fuera algo realmente malo, de los cientos de miles de millones de seres humanos que han partido alguno ya habría vuelto. A mí no me engaña con sus planteamientos de libros extraños ni con sus aburridas referencias gratuitas a dogmas sagrados: nunca una frase original, nunca siquiera un error del cual enorgullecerse. ¡Alogia! Eso me hace sospechar que no tiene ideas propias, sino que repite con ligeros toques el manido discurso ortogonal que alguien le ha vendido. Porque eso sí: estoy seguro que es tan tonto que por esa cháchara sin sentido ha pagado, y mucho.

Y hoy se lo he dicho, como dosis de refuerzo a su síndrome del impostor, que lleva años paralizando su intelecto.

III

Otro de sus ritos era frecuentar los alrededores de un viejo cementerio local, para luego entrar, dejando respetuosamente sus trastos en la entrada (¡e incluso el abrigo!) acompañado de su reflexión en la diestra y algunas veces de un polvoroso ramo de flores en la siniestra. Se le veía santiguarse con la convicción de aquel que nunca creyó, con pasos abatidos al entrar y decisión confundida al salir. Aunque resultaba una efigie pintoresca cuando recorría el camposanto, nadie se animaba a espiarlo para descubrir que hacía una vez dentro. Podrían haber descubierto que, a pesar de sus constantes visitas, cada vez se le hacía más difícil llegar a la lápida de la que siempre consideró su mujer. O ver cómo se dibujaba la perplejidad en su rostro cada vez que encontraba que faltaban las flores que el mismo dejaba una vez por semana, cada mes que iba.

I

Hoy parto. No sé adónde voy ni las tengo todas conmigo, pero no quiero dilatar más este momento. Nunca ha sido mi estilo. Voy a extrañar este tugurio, aunque igual tampoco es para tanto: la ventaja de moverte en círculos es que siempre vienes devuelto al mismo sitio del que partes. Y si viajas en línea recta, juegas con ventaja porque sabes que estás en un planeta redondo y que irremediablemente llegarás al punto de partida. Alguien dijo que todos los caminos conducen a Roma, pero sabiamente omitió señalar el hecho que también lo hacen los caminos que salen de ella. Por tanto, adonde vaya no me quita el sueño: regresaré. La linterna tampoco me lo quita ya que últimamente no ilumina tanto, y ese sí que es un problema pues me obliga a ir a tientas y temo tropezar, con el riesgo que caigan las penas del morral. Será mejor sudarlas en el abrigo, así no solo me acompañan sino que podré sentirlas en la nariz y usarlas a mi favor porque sé que a ciertas personas su presencia les fastidia: ¡que se jodan! Llevo siglos convencido que la pareja perfecta en el mundo siempre se trata de un número impar y esta vez sí que voy a demostrarlo…

III

La madrugada en la que lo encontraron, el médico determinó que llevaba ya varios días muerto y que todo apuntaba a una partida natural. Es decir, todo lo natural que puede serlo para un deportista teórico que no ha tenido ni miedos ni medios y que paradójicamente ha corrido una maratón para anunciar la derrota. La mueca que cruza su rostro da la impresión de una cruda sonrisa y suaviza la dureza del momento. Las pocas personas que lo vieron se preguntaban: “¿Por qué este hombre me resulta tan familiar?”.

0

Y es que la virtud de Diógenes fue siempre la de ser anónimo y sin embargo dejar huella.

Si se le puede llamar virtud.

Si se le puede llamar huella.

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